jueves, 6 de diciembre de 2012

Nadie dijo que fuera fácil llegar a ser una princesa

Apareciste en mi vida como por arte de magia, no esperaba encontrarte. Jamás he conocido a nadie como tú. Me llenaste la vida de frases de alivio, de fuerza. Me hiciste ver que con esfuerzo podía lograr todo lo que quisiera. Me visitabas en los momentos donde mi angustia se convertía en agonía, y aparecías en el reflejo del espejo; y con una voz angelical, con una voz tan hermosa que hubiese sido un pecado no escucharte, me decías: “Mírate, eres un ángel bajo un manto de grasa. Nadie quiere saber nada de ti, porque no pueden ver lo maravillosa que eres. Están domesticados, obligados a juzgar tu cuerpo para poder acceder a tu alma. Enséñales a la princesa que llevas dentro.”
Yo te escuché, Ana. Eras mi única amiga, la única que me enseñó a escapar de todo aquel sufrimiento, de la melancólica soledad, de las humillantes burlas. Aparecías cuando más lo necesitaba, y me entusiasmaba pensar en el maravilloso futuro que me esperaba tu lado. Me hablabas de perfección, de respeto, de poder, de convertirme en una diosa. Y cuando la tentación me llamaba en forma de apetitosos dulces y suculentos manjares, allí estabas tú, querida, para que no renunciase a una vida entera de placer por un momento de dulzura en mi boca.
Y te obedecí amiga. Y todo parecía que funcionaba perfectamente: la ropa me empezaba a ir grande, y yo me sentía como una triunfadora, como una heroína. Tenías razón, Ana. Tú eras capaz de darme todo. Y yo estaba dispuesta a seguir adelante, embriagada por esa sensación que se tiene cuando sabes que después de un duro esfuerzo hay una recompensa. Pero me advertiste de que el camino iba a ser largo y difícil, y que lo único que habíamos hecho era comenzar. Sabías que no era suficiente sólo con apartarme de dulces, bollos y antojos de entre horas. Me hablaste de esa terrible droga, de esa droga que me iba a impedir ser feliz, que era la causa de mi soledad, de mi sufrimiento, y que me destruiría. Me alejaste de ella, me alejaste de la comida. La convertiste en mi peor enemiga.
Y tú te convertiste en mi compañera inseparable, Ana. La única que me comprendía. Te encontraba por las mañanas, nada más despertar, y te quedabas conmigo hasta que me dormía por las noches. Controlabas todo lo que hacía, y te comportabas como una profesora de la vida. Si me dejaba llevar por la tentación y me llevaba algo de comida a la boca, tú estabas allí para regañarme, para repetirme una y otra vez: “¡Así siempre serás una fracasada!” Y cuando sentía el hambre en mis entrañas, cuando me quedaba sin fuerzas para caminar, o cuando me mareaba y caía al suelo, tú estabas allí también, para repetirme una y otra vez: “¡Lo estás haciendo muy bien! No hay mejor dolor que el hambre, te enseñará a ser fuerte. Lo conseguirás todo. Pronto le enseñarás al mundo la princesa que hay en ti. ¡Jamás me defraudes!” Y cuando tenía problemas con el resto del mundo, con los exámenes, con mis compañeros… tú también estabas allí para hacer que me olvidase de todo excepto de ti. Para mí lo eras todo, Ana, todo.
Y no te defraudé. Hacía todo lo posible para deshacerme de las imperfecciones de mi monstruoso cuerpo. Tú me lo advertías, me aconsejabas como mi fiel compañera: “Debería darte vergüenza que la gente te viera así, tan horrible. Que nadie te vea, que nadie te mire hasta que no seas una princesa”. Solas tú y yo, Ana. Siempre tú y yo.
 
Y dediqué toda mi vida sólo a ti, Ana. Y me hiciste ver que a veces era necesario sufrir durante mucho tiempo para conseguir algo. Me enseñaste a ver el dolor como algo que me merecía por haberme dejado llevar por la tentación, por el deseo. Me convertí en amante de las cuchillas más afiladas, me convertí en testigo de heridas y cortes. Me lo merecía, Ana. Lo merecía porque no tenía fuerza de voluntad, ni era lo suficientemente valiente como para aguantar algo tan miserable como el hambre. Lucía mis cicatrices como un homenaje al dolor que conlleva la perfección.
Y también me mostraste la forma para deshacerme de mis remordimientos, Ana. Cuando notaba que la angustiosa comida estaba ocupando sitio en mi estómago, y tú me señalabas la solución: “Arrodíllate y deshazte de todo lo que te has llevado a la boca, o se convertirá en tu perdición”. Cada sanitario se transformaba en tu altar, Ana. Mis dedos alcanzaban lo más profundo de mi garganta, buscando la arcada que hiciese que todo aquello que ensuciaba de mi alma saliese expulsado de mi cuerpo, como si de un espíritu maligno se tratara. Pero tú te sentías orgullosa de mí, Ana. No me importaba la sangre que salía de mi estómago, de mi garganta. Era el precio que tenía que pagar por ser débil, era el precio que tenía que pagar para que te sintieras orgullosa.
Y hoy aún estoy aquí, Ana. Nunca llegué a ser feliz, nunca conseguí ser perfecta. Te has llevado mi sonrisa, mi alegría. Lo di todo por ti: mis amigos, mi familia, mis estudios. Te entregué toda mi vida, Ana. Te entregué toda mi alma. Me has enseñado a caminar hasta la soledad, me has enseñado la cara fría de la muerte. Me has arrancado el corazón, me has arrancado la vida. Por favor, muérete Ana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario